5 de julio de 2018

50.- Reseña de Antonio Jiménez Millán (9)

El fracaso de Ícaro , Antonio Jiménez Millán
(Revista Álabe, reseñas, nº 18, págs. 26-28)


   Los títulos que ha escogido José Carlos Rosales (Granada, 1952) para sus libros de poemas nos orientan hacia claves simbólicas determinantes del sentido de su escritura. Así, El buzo incorregible (1988) apunta hacia el viaje interior, El precio de los días (1991) tiene la apariencia de un diario que aspira a fijar un tiempo siempre ajeno; a partir de La nieve blanca (1995), la depuración expresiva es cada vez mayor, como se puede advertir en los dos libros siguientes: El horizonte (2003) y El desierto, la arena (2006). Muy distinto es Poemas a Milena (2011), un libro de poemas amorosos de tono mucho más directo. 
   Los seis libros que he citado fueron la base de la antología Un paisaje (1984-2013), publicada en 2013 por Renacimiento con selección y prólogo de Erika Martínez. Esta antología incluyó, al final, dos secciones de poemas inéditos: la primera remitía al libro Y el aire de los mapas (iniciado en 2006, publicado en 2014 por Vandalia). La conjunción copulativa y marca de forma clara un final de ciclo; el libro se divide en tres secciones que responden literalmente a la enunciación del título, y a propósito de él ya señalaba Erika Martínez la continuidad de la poética de José Carlos Rosales en torno a tres ejes: el fluir de la conciencia, un cierto aire fantasmagórico y una proyección espacial de lo íntimo. 
   La segunda sección era un anticipo de Si quisieras podrías levantarte y volar, iniciado en 2008 y publicado en la primavera de 2017 por la editorial madrileña Bartleby. Ya desde el título, este último libro de José Carlos Rosales se refiere al mito de Ícaro, en este caso a través del cuadro de Brueghel: “Nadie sabe siquiera que con él se hundió algo / que también era nuestro, / algo que era de todos: / si se arruina algún sueño algo nuestro se arruina, / la quiebra de Babel, el fracaso de Ícaro,/ inesperado chapoteo: / era Ícaro ahogándose mientras dices o piensas: / ¿qué hago aquí?, ¿dónde estoy?” (XVII). El autor nos presenta ahora un poema extenso y unitario que implica un importante cambio de tono. Dividida en 25 apartados, la narración –porque estamos ante una especie de relato, un “romanzo in verso” al modo de Attilio Bertolucci– parte de una fuga que tiene algo de road movie y de novela negra: el protagonista coge su viejo coche, un Simca Aronde que se había llevado la grúa en un día sofocante del mes de agosto, y a partir de ahí se inicia su particular huida (“Nadie sabe / la razón del que huye”, se lee en un momento determinado). 
   La frase que da título al libro funciona como leiv motif y nos da pistas sobre los mecanismos de repetición frecuentes en el desarrollo textual y los símbolos de la realidad urbana más inmediata: los timbres, los teléfonos, la autopista, una gasolinera, la grúa municipal, las tiendas cerradas, los bares, los sótanos, un ambulatorio, los caminos vecinales, los trenes, un puente, periódicos viejos… Y, de fondo, la sensación de soledad, la culpa: “todo se ha vuelto mugre, y también tu podrías / convertirte en basura, te volverás basura / si llevas la contraria, por eso estás aquí / mirándote la cara en el espejo/ ladeado, escuchando / una voz que dimite” (XII). Asistimos a un desdoblamiento de voces y de personajes a lo largo de este relato: “… y te miro pensando: / si quisiera podría levantarse y volar, / si pudiera volar, ¿a dónde iría?”. O este otro fragmento: “y caminas buscando / sin saber lo que buscas, / porque no buscas nada, nada puede encontrarse / pensando que no existe aquello que se busca, / sabiendo que no puedes / abandonar la búsqueda…”. Hasta que, en el último poema, se presenta otra voz: la del empleado de la gasolinera que resume la historia a su modo (XXV). 
   Toda esta proyección especular se relaciona con la simbología del viaje, tan significativa en los libros anteriores de José Carlos Rosales (y casi siempre en el sentido de repetición o costumbre: ya se veía en el libro anterior, Y el aire de los mapas). Ahora encontramos una narración elíptica que tiene mucho de cinematográfica y que suele conectar el ámbito personal y el dominio colectivo. La mirada se detiene en los objetos y, a partir de ahí, produce el efecto de una cámara que recorre lentamente los espacios, muy especialmente los interiores (el sótano), marcando así el contraste entre el vuelo –enunciado ya en el título– y el descenso a las profundidades: “…si quisieras podrías levantarte y volar, / pero sólo desciendes, / sólo sabes de sótanos o túneles, / pasadizos sin llave, / puertas que nunca abrieron” (XI). 
   Un aspecto muy interesante de este libro es la intertextualidad. Hay muchas citas –más o menos veladas– y referencias a otros poetas: Luis Cernuda, Miguel Hernández, Blas de Otero, W. H. Auden, Henry David Thoreau. Una cita de Otero (“todo lo que era tuyo y resultó ser nada”) anticipa la desmitificación de la libertad individual, la ficción moderna del héroe: “nunca serás un héroe, / eres sólo un fantasma, / el fantasma escondido que recorre / la soledad, su estepa imaginaria…” (XXII). 
   Termino con un balance muy lúcido que ha escrito Francisco Díaz de Castro a propósito de Si quisieras podrías levantarte y volar: “No tanto tristeza cuanto melancolía y decepción destila este espléndido libro en el que la emoción da vida a una reflexión sobre el vivir contemporáneo que no se dice más que a retazos, y que no desemboca más que en una constante sensación de impotencia como esa imposibilidad de levantar el vuelo, es decir, de actuar frente a las circunstancias más triviales. Más que a Walt Claireborne, el personaje de Mr. Vértigo, de Paul Auster, me recuerda –y no sólo por eso, sino por su mismo montaje insistente y cambiante a la vez– aquel momento de El ángel exterminador de Luis Buñuel en el que nadie puede salir de una habitación a pesar de que nada lo impide. Y el poeta no saca conclusiones, porque esas se reservan al lector”.


















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