25 de enero de 2018

35.- Reseña / Juan Lamillar (5)

Las ruedas y las alas, Juan Lamillar
(Estación Poesía, número 12, invierno 2018, págs. 61-63)


     Frente a la facción poética de los que escriben poemas que después organizan para formar un libro, existe la de aquellos que conciben el libro como libro y a ese empeño van dedicando tiempo, reflexión y poemas. A esta última cofradía pertenece, sin ninguna duda, José Carlos Rosales, con el agravante de que él no piensa en libros sino en ciclos.
     El primero es el que se abrió en 1988 con El buzo incorregible y alcanzó su sexta entrega y su final con Y el aire de los mapas, de 2014. Este Si quisieras podrías levantarte y volar supone para Rosales el comienzo de un nuevo ciclo que pretende acercarse más a unos relatos “que justifiquen las razones y conclusiones poéticas” y en el que incluso los títulos, como el del presente libro, sean más extensos, “una frase cuyo sentido no conoceremos del todo hasta no leer los poemas”.
     Lo primero que hay que destacar de este libro es que se trata de un único poema, de marcado tono narrativo, dividido en veinticinco partes encadenadas, cada una con su título correspondiente, ya que van contando las peripecias de su protagonista en una segunda persona gramatical que sirve convenientemente a los desdoblamientos del yo.
     Aunque la intención del autor sea la de comenzar una nueva aventura poética, no por ello dejan de estar presente en estas páginas algunas de las líneas maestras de sus últimos libros: el miedo, la huida, el vacío, ni se apagan del todo sus coordenadas poéticas, centradas en dos figuras: la del viajero o fugitivo, la del enfermo o prisionero: seres que habitan un mundo ajeno y extraño, desde la quietud o desde el movimiento.
     El vuelo de su título, que se repite a lo largo del libro como un leiv-motiv, viene avalado (avuelado, podríamos decir) por la citas iniciales: tres clásicos (Juan Boscán, Luis Carrillo y Sotomayor, y el conde de Villamediana) y un contemporáneo tan representativo como Luis Cernuda. En alguna de sus partes nos llegará el eco de Auden a través del cuadro de Brueghel, “La caída de Ícaro”. Poesía, pintura y mitología en un juego de espejos.
    Consecuentemente, el primer poema se titula “Las alas”, con su referencia al albatros de Baudelaire: esas alas gigantes que le impiden vivir, y esos primeros rasgos que nos van presentando al personaje poético que va a protagonizar la aventura. El cansancio vital y la soledad con los que acaba el poema inicial se nos dibujan con más nitidez en los dos siguientes: “El timbre de la puerta” y “El teléfono”, con su defensa de la intimidad frente a lo exterior, frente a lo persistente como molestia o amenaza.
     El timbre de la puerta se duplica en el timbre del teléfono. La puerta no se abre, el teléfono no se contesta, a pesar de la insistencia: “no quieres ver ni que te vean” y con ese sigilo (ascensor hasta el garaje que evita los saludos) nuestro personaje alcanza lo exterior. El coche, el otro protagonista de la acción, cobra su lugar, mientras asistimos a una constatación de la omnipresencia de los motores, deteniéndose en los electrodomésticos hasta llegar a la conclusión de que el mundo es un motor, de que la vida es movimiento.
    La gasolinera como primera parada de consumo: chocolatina, periódico… Comienza un clima de desolación, subrayado por el espacio -la impersonalidad de la autopista- y por el tiempo: una tarde de agosto. Ciudad desierta, mundo detenido. Una mirada a las mentiras de periódicos que acabarán en hemerotecas: se han llevado “el brillo de los días, el fulgor de unas horas” y por ello sus páginas acogerán a los insectos.
     Continuamente se nota la importancia de la mirada: “Te pareces a las cosas que miras / y las cosas que miras se vuelven como tú”. Hay un cruce de miradas entre el personaje que desde el pretil de un puente observa los trenes desatendidos que son ya material de museo, y entre los policías que miran el coche (no precisamente nuevo) aparcado en la acera. La negativa del protagonista a reconocer su propiedad y las dudas policiales ponen en marcha la acción, que se permite una reflexión sobre los sitios de donde uno no se va, adonde uno no regresa: “animal encerrado que recorre su jaula” (¿Cómo no recordar la pantera del poema de Rilke?).
     El coche se lo lleva la grúa, “igual que se ha llevado tu vida la desgana”, y entonces hay una desposesión, un “no buscar nada” del poeta que procura, sin conseguirlo porque es un extraño en el sistema, que sus pies encajen “en la cuadrícula del mundo.” Hasta que el poeta rescate su coche mediante el robo y se convierta en un perseguido, entramos con él en lugares de claro simbolismo. El primero es un bar, pero aunque su deseo es volar, desciende a los servicios, al sótano, sin ahorrarnos la descripción del abandono: cisterna que gotea, cervezas apiladas, calendarios anacrónicos… Los despojos del mundo, la dejadez del mundo.
     Tras la subida de las escaleras, con mención del fracaso de Babel, llega la permanencia en el bar, donde reflexiona sobre esta sociedad que sólo se interesa en lo que tienen, no en lo que son, las personas, y su ajetreo de cartas y documentos y firmas… Frente al periódico, la cabeza no existe: sólo existen los ojos, que son los que se enfrentan al predominio de las imágenes. Por eso se buscan las palabras aunque sean las que se nos exigen para completar el crucigrama. Y se presenta el absurdo: no puedes volver a la casa porque las llaves están en el coche.
     Del bar, un sitio de convivencia, de un cierto grado de socialización, pasamos a otro refugio: el ambulatorio, otro lugar de paso en el que enfermo y turno son imaginarios, aunque hace suya la espera de los ancianos y las familias. Nos hiere ese tiempo sin fondo de las salas de espera, punteado aquí por la lámina de Brueghel que representa la torre de Babel, ese “afán humillado de los hombres”. Quiebra de Babel que se relaciona con el fracaso de Ícaro.
     De nuevo en la calle, contempla el escaparate de una tienda de muebles de oficina: muebles obsoletos, porque ya las oficinas son virtuales o están en una isla perdida del Pacífico… En la calle recuerda también “el laberinto de la infancia”, los consejos que siempre comienzan con el no: desde no toques los enchufes hasta no le digas a nadie que estás solo.
     El personaje que miraba los trenes abandonados contempla ahora, en el depósito de la grúa, los muchos coches sin reclamar, “la explanada como un museo a la intemperie…” Tras robar el coche, asistimos a una repetición: como al principio, está en la autopista pero ya se ha convertido en un ladrón, en “el hombre que robó su propio coche”, como pregona la emisora local. El solitario, ahora exhibido, conduce sin destino, convertido “en un fantasma escondido que recorre la soledad”, esa soledad del principio: ni puertas, ni teléfono. Se repite también el abandono del coche: “todo tiene un final menos tu miedo”.
     El hallazgo por la guardia forestal de un coche abandonado (un Simca Aronde) aparece en el periódico, que el personaje lee en el bar, como en un bucle que se va repitiendo… Y el largo poema acaba con la intervención ajena: un empleado de gasolinera que traza un retrato de sus costumbres, hábitos, consumiciones… En esta última parte, es el yo, la primera persona, la que se despide y regresa a la calle cuando “la noche comienza otra vez a ser fría”.
     Me he permitido ir desvelando este esquema incompleto de los hechos que nos presenta José Carlos Rosales porque supone una mínima aproximación a la complejidad del libro, es sólo la trama sobre la que se levanta este poema extenso que aúna vértigo y reflexión, que disecciona carencias e imposiciones de la sociedad contemporánea.
     Si quisieras podrías levantarte y volar es un libro valiente y extraño, una narración que se acoge a los recursos de la poesía que son necesarios para su proyecto. De ahí que estemos ante una poesía directa, conversacional, que va dibujando las vicisitudes y contradicciones de un personaje que quiere mantener la lucidez en este laberinto, de un buzo que, incorregible en sus aspiraciones, pretende, nada menos, que alzar un vuelo anhelado pero casi imposible.







18 de enero de 2018

33.- Reseña / Custodio Tejada (4)

Si quisieras podrías levantarte y volar, Custodio Tejada
(Granada Costa, Motril, Granada, enero 2018)



     [...] El último verso de la segunda secuencia, titulada El timbre de la puerta, coincide con el título del libro, pero escrito en primera persona: “si quisiera podría levantarme y volar”; mientras que a lo largo del libro se repite el título, con leves variaciones, como si fuera un mantra o una especie de antífona o estribillo que atempera el largo poema escrito en 25 estaciones o miradores. El lector pasa las páginas como si al girarlas “se pudiera cambiar de itinerario” –nos dice en la página 66-, pero el poeta no nos deja, nos lleva por donde él quiere, con esa técnica escapista que tiene el libro del yo al tú y viceversa. Con poemas largos que huelen a Cernuda, que suenan a salmos urbanos, casi retratos costumbristas que navegan entre la épica y la lírica, más propios de un Ulises improvisado que pasea, en un mes de agosto, en busca de su yo a través del tú, en el que se encuentran autor y lector; porque es a través de la otredad como se llega a sí mismo y con la que pretende eludir la soledad hasta que, como un gran Houdini, se hace desaparecer en un golpe de efecto final que te deja una sensación de ilusionismo en estado puro; porque cuando “miras el goteo/ ploc-ploc/” del poema en tu cabeza, el poeta, refugiado en su silencio, te hace testigo del mundanal ruido lleno de motores que son, al fin y al cabo, la banda sonora de este libro.

     [...] Las distintas secuencias de su único poema, que funciona como un cortometraje donde poesía y cine se dan la mano, están llenas de enumeraciones, de retahílas de pequeños sucesos y productos que funcionan como mantras de la vida urbana, y con las que repasa las estanterías de las farmacias, tiendas, supermercados, gasolineras… para inmortalizar el momento y convertirlo en recuerdo. A veces “in media res” como en La nieve blanca, a veces en segunda persona como aquí, José Carlos Rosales es un poeta que le gusta recurrir a los artificios/artefactos literarios para armar su poética y para realzar su mensaje y su mirada, ya sea desde una posición más minimalista o desde otra más narradora. El poeta surca el poema desde el desengaño, una seña de identidad en su obra. Rosales deja sus coordenadas (tanto históricas como biográficas) delicadamente escondidas pero siempre presentes. Su tiempo y su conciencia siempre afloran en los destellos del poema, y por extensión en su estilo, siempre al borde del existencialismo y de la introspección; siempre en el límite del autorretrato y el retrato vía encabalgamiento de la época-memoria-conciencia. Y es que quizá, los versos de cualquier poeta, y en especial de José Carlos Rosales “solo son testimonios, / material de museo, / sopor, arqueología” –nos dice en la página 26. Hay poetas que se visten con ropajes propios o prestados y poetas que se desnudan, José Carlos juega al despiste.

[...]








4 de enero de 2018

32.- Banda sonora (7)


[...] Y ahora estarás buscando una emisora
                 en la radio del coche

que tu padre manejó alguna vez:
                 coche negro achacoso,
                 negro coche anticuado,
                 un coche, una emisora:
interferencias, ruidos, voces entrecortadas,
una brizna de música, crepitación, crujidos,
                 mantener el trazado,
                 no terminar en la cuneta
y mover el dial con tu mano derecha:
                 todo pasa muy rápido,
                 las emisoras y los autos [...]




Elena Garcia interpreta "Ghost Studies nº 2" (de Perturbance, de Alessandro Perini)
[Sueca Sax 2015 / International Meeting of Saxophone / Teatre Bernat i Baldoví / Sueca-Valencia]

[¿También la realidad ha de tener una banda sonora?]




3 de enero de 2018

31.- Alas imaginarias o fingidas...



[...] porque no hay ningún sitio
            al que quieras volver,
un lugar perdido o ignorado,
el sitio donde puedas entrar y diluirte,
tumbarte con las alas plegadas,
esas alas gigantes que te impiden vivir,
            alas imaginarias o fingidas,
             las alas que no tienes,
             invisibles o blancas,
pero estás muy cansado y no lo haces,
             no lo harías, no lo quieres hacer,
si quisieras podrías levantarte y volar [...]





Francisco de Goya (1746- 1828), "Modo de volar"
(Grabado nº 13 de la serie Los Disparates)