7 de diciembre de 2018

57.- Reseña de José Pallarés (10).

Las alas de un buzo, José Pallarés
(TEMBLOR. Asidero poético, noviembre 2018)

      La aparición de Un paisaje, la magnífica antología de José Carlos Rosales editada por Renacimiento en 2013, supone a mi entender un punto esencial a la hora de contemplar la producción poética de su autor. En ella aparecen muestras de todos sus libros anteriores (El buzo incorregible, El precio de los días, La nieve blanca, El horizonte, El desierto, la arena y Poemas a Milena) y un anticipo de los dos siguientes: Y el aire de los mapas (con el que el poeta cerrará el ciclo iniciado con El buzo incorregible y formado por todos los libros publicados anteriormente, a excepción de Poemas a Milena) y Si quisieras podrías levantarte y volar, el libro que nos ocupa y que implica de hecho la adopción de un nuevo modo expresivo (el poema largo), sin renunciar a las señas presentes en los libros anteriores: el tono reflexivo, el distanciamiento irónico, la contención emocional, el léxico preciso, la claridad, la elaboración concienzuda del poema, la sólida construcción del libro como tal…
     El libro está formado por veinticinco poemas que son, en realidad, un solo poema. Si redujéramos el libro a su condición de historia (una suerte de road movie), podríamos decir que consta de veinticinco capítulos. Nada en este libro es fruto del azar, desde su sólida estructuración, hasta el propio título, la elección de las citas iniciales, los guiños intertextuales o la elección del modelo del coche que conduce el protagonista.
      Empecemos por el título: Si quisieras podrías levantarte y volar. Es un título sugerente y algo extraño. Normalmente (no siempre) utilizamos para los títulos frases nominales: Campos de Castilla, Arias tristes, Descrédito del héroe, Un paisaje… Aquí, sin embargo, nos encontramos con una oración compleja que, en un primer análisis, incluye una subordinación condicional («Si quisieras»). En este tipo de construcciones la subordinada no es, desde el punto de vista del significado, menos importante que la principal, ya que esta, sin aquella, queda vacía, negada: «Podrías levantarte y volar», nos dice el poeta, pero siempre que quisieras. Y eso no está tan claro, porque la voluntad puede que no exista o que esté anulada por un cansancio extremo. De hecho, en el poema de Luis Cernuda del que está tomada la primera cita que encabeza el libro («Estar cansado tiene plumas»), esas plumas no sirven para volar, son «plumas que desde luego nunca vuelan, / mas balbucean igual que loro». Es decir, no sólo no nos sirven para volar, sino que nos sumen en un estado de incomunicación, de aislamiento, de mero balbuceo.


       El primer poema “Las alas” se abre así: «Estarás tan cansado que te sientes ligero, / tan ligero / que ahora mismo podrías levantarte y volar». El empleo de la segunda persona, tan habitual en la poesía de JCR, domina también en este libro; pero ahora quiero fijarme sólo en el empleo del tiempo: “estarás” es un futuro, se refiere necesariamente a algo que no ha pasado, que forma parte de la suposición, del deseo…; sin embargo, se resuelve con una clara actualización del presente, el tiempo de lo real: “Estarás tan cansado que te sientes ligero”. En este primer verso el lector queda ya atrapado: la segunda persona lo interpela, identificándolo con esa voz del personaje poético, con ese desdoblamiento del yo poético y, al mismo tiempo, lo mete en ese mundo real, en la propia experiencia poética de la que es imposible salir indemne. Siente así el lector que se queda en su casa, en su vida, en su rutina diaria, en su soledad…, porque no hay ninguna Ítaca a la que volver; por eso, aunque si quisiéramos podríamos levantarnos y volar, seguimos aquí con nuestro cansancio y nuestra soledad, aislados, sin atender ni “el timbre de la puerta”, ni “el teléfono” (los títulos de los siguientes poemas), siguiendo donde siempre: «…seguirás donde siempre, / nada puede alcanzarte, / nada puede ocurrir y el teléfono suena: / que suene como suena / la lluvia cuando llueve».
      A partir del siguiente poema nos encontramos sin embargo en un lugar diferente: la autopista, un lugar indefinido, camino a ningún sitio. Mi impresión es que a partir de este momento empieza la ficción, o, si queremos, una segunda ficción: el yo poético sigue en su casa, pero imagina, acaso sueña, que ha salido, que está en la autopista, sin ir a ningún sitio, aislado dentro de su coche, como el buzo o el astronauta dentro de su escafandra: «todo está en movimiento menos tú, / que ahora corres por la autopista / en dirección a cualquier parte». Una imagen ocupa este poema: los motores. Vivimos rodeados de motores que giran sin cesar mientras nosotros permanecemos quietos, aislados en un mundo en el que «solo existen motores, / es más fácil encontrar un motor / que encontrar un amigo».
    Dos gasolineras sirven de marco para los poemas V (“La chocolatina”) y VI (“La gasolinera”). Se trata de un espacio impersonal en el que el personaje se detiene para hacerse con una chocolatina o un periódico. Como en otros poemas, el lector tiende a confundir las voces, pues se mezclan las reflexiones del protagonista que espera en la cola con las del que lo contempla en la distancia. Quiero apuntar la presencia, por lo demás frecuente en todo el libro, de guiños al lector mediante referencias a poemas con los que se le supone familiarizado. Así, nuestro personaje va de su corazón a sus asuntos mientras, en la cola, espera la llegada del encargado que resuelva el problema surgido en la caja, pues «siempre hay un encargado, / en todos sitios hay un responsable, / un responsable oculto o escondido, / un responsable acecha…». La aparición de estos guiños, exentos de cualquier tono pedante, es frecuente en todo el libro y podría ser objeto de un análisis más detallado que ahora no procede, aunque señalaremos algún otro caso.
       Echado sobre el pretil de “un puente que no es puente” (poema VII), contemplamos con el protagonista el vacío, el sinsentido, los vagones y los trenes abandonados, inmóviles, sin destino… Esos trenes son el centro del siguiente poema (“Los trenes”) en el que el juego de voces adquiere una complejidad explícita. Mientras nuestro personaje contempla los trenes abandonados («te pareces a las cosas que miras / y las cosas que miras se vuelven como tú»), aparece la voz en primera persona de quien lo contempla a él («te miro a ti, te miro / y tú miras los trenes»). Observemos que las miradas vienen desde lo alto, desde la distancia que abre camino a que el personaje desdoblado adquiera una mayor entidad o independencia: «desde arriba las cosas se ven de otra manera […] / yo te miro mirarlas sin saber lo que piensas…». Es el momento ahora de hacer referencia a la segunda cita que abre el libro: «Pues las cosas verá desde lo alto, / nunca terná de qué pueda alterarse». Pertenece a la epístola de Boscán como “Respuesta a don Diego de Mendoça”, y en ella Boscán defiende cómo esta distancia es necesaria para alcanzar la virtud: «Quien sabe y quiere a la virtud llegarse, / pues las cosas verá desde lo alto, / nunca terná de qué pueda alterarse». Es la distancia del que mira desde lo alto del puente los vagones inservibles y del que lo contempla mientras mira.
      Entretanto, el coche ha quedado mal aparcado, nuestro protagonista niega ante la policía que el coche sea suyo, mientras el viento engañoso le sugiere que hay algún sitio que lo espera (poema IX, “La policía local”). “La grúa” (poema XI) se ha llevado el coche, ante la desidia de su dueño: «…muchas veces has visto / alejarse tu mundo, / estás acostumbrado a que todo se vaya», a que se lleve «todo lo que fue tuyo y resultó ser nada». La presencia del poema de Blas de Otero es significativa. De hecho aparecerá más adelante, en los poemas XIV (“Las cartas”) y XVII (“La caída”). Sin embargo, la fe en la palabra parece haber desaparecido, pues las palabras que el personaje busca al rellenar el crucigrama son tan sólo «las palabras impuestas, / palabras sugeridas», palabras que quedarán en el periódico «medio escritas, / tachadas». Desolación se llama la sensación que nos invade. En medio han quedado dos poemas muy significativos: “El sótano” (poema XII) y “Las escaleras” (poema XIII). El primero es un verdadero descenso a los infiernos, donde «todo se ha vuelto mugre, y tú también podrías / convertirte en basura, te volverás basura / si llevas la contraria…»; en el segundo, la constatación del fracaso (llámese Babel, llámese Ícaro, tal como se explicitará en el poema XVII, “La caída”) del que intenta subir permite además la constatación de que toda subida se basa en la humillación de alguien, pues «sólo puedes subir si te manchas las manos, / o si pagas el precio, aduana o peaje».
          En los poemas XV y XVI (“Las palabras” y “El ambulatorio”) son el tiempo vacío y la desolación los elementos dominantes. El ya citado poema “La caída”, incorpora nuevamente el recuerdo del poema de Blas de Otero (el tiempo perdido es un «anillo que se arroja al agua») y de otros poemas menos explícitos textualmente pero no sentimentalmente: los «papeles arrugados», el «panorama sin aire», nos conducen al “Nocturno” de Alberti en el que las palabras están «heridas de muerte». Y nos conducen también a un tiempo en el que estos poemas, el de Otero y el del Alberti, formaron parte de la banda sonora de un sueño esperanzado. Hoy, sin embargo, como en el cuadro de Brueghel, la muerte de Ícaro es un “inesperado chapoteo” en el que perdemos todos, pues «con él se hundió algo / que también era nuestro: / algo que era de todos». Quizá esté en estos versos la clave de todo el libro.
        La contemplación de un escaparate (poema XVIII) en el que se saldan los muebles de oficina por cambio de negocio nos lleva a pensar que todo es ya oficina: si “un responsable acecha” (poema V), también las oficinas, como las cárceles del poema de Miguel Hernández, «se arrastran / por la humedad del mundo», con el único propósito de anular al hombre, tal como acontece en los relatos de Kafka. Nuestra única defensa es no proclamar nunca nuestra soledad, nuestra indefensión: «…y te callas, te callas, / y no le dices nunca a nadie que estás solo» (poema XIX, “Los consejos”). Contra ese mundo de burocracia y oficina chocará nuestro protagonista cuando intenta sin éxito recuperar su coche (poema XX, “El depósito de la grúa”), de modo que acabará robándolo y emprendiendo “la huida” (poema XXI), convirtiéndose así en un curioso delincuente, «el hombre que robó su propio coche» (poema XXII, “La emisora local”) y que acaba dejándolo abandonado en “la cuneta” (poema XXIII). Estamos al final de esta historia. El coche queda abandonado y nuestro personaje se esfuma. «Detenerte pensé, pasaste huyendo» era el verso de Luis Carrillo y Sotomayor que JCR utilizaba como tercera cita al comienzo de su libro y que, ahora, se integra en el poema: «El tiempo se acabó […] / detenerte pensé, / pasaste huyendo».
      “Días más tarde” (poema XXIV) aparece el Simca Aronde abandonado. El propio JCR ha insistido en varias ocasiones en la importancia de esta elección: se trata de un modelo que en los años sesenta fue símbolo de la modernidad, una modernidad que ahora aparece truncada, rota; por otra parte, la palabra francesa “aronde” significa “alondra” o “golondrina” y nos vincula así con el ansia de volar. Reaparece ahora la voz en primera persona, acomodada en el mismo bar en el que transcurrieron los poemas XI-XIV. Fue el dueño de esa voz quien lo imaginó todo: «Imaginé su casa, su fuga, su desidia / y su coche perdido y encontrado en el monte, / […] robó su coche, se evaporó del mundo, / y así lo vi, así lo imaginé: / ¿cuál es la diferencia?».
       Se cierra el libro con el poema XXV, en el que “habla el empleado de una gasolinera”, un testimonio necesario aun para esa voz que todo lo ha imaginado, pero a la que, efectivamente, parece que se le ha escapado el personaje (antes ha habido un guiño a Pirandello). Dice así el empleado: «Estará en algún sitio donde nadie lo busque, […] seguro que se habrá disgregado / y será transparente como el agua o el aire, / estará por ahí, volando por el cielo, / ¿qué más da dónde esté?».
       «¡Oh volador dichoso que volaste / por la región del aire a la del fuego, / y en esfera de luz, quedando ciego, / alas, vida y volar sacrificaste». Los versos tercero y cuarto de este cuarteto del Conde de Villamediana son la cuarta y última cita con la que JCR ha encabezado su libro. Queremos pensar que la búsqueda de la luz, aunque se pague con el fracaso, en algún momento merecerá la pena para “el volador dichoso” que decida “levantarse y volar”.
       Compruebo ahora que la primera impresión que me produjo la lectura de este último libro de José Carlos Rosales se ha ido reafirmando con las siguientes lecturas: se trata de un libro que obliga a una lectura pausada y atenta, con margen para apartar los ojos de la página leída y dejar volar el pensamiento o la imaginación; se trata de un libro muy trabajado e inteligente; se trata de un libro emocionante y conmovedor, que nos interroga y nos hace interrogarnos sobre la radical soledad con la que el ser humano se enfrenta con su tiempo. No dejen de leerlo.




2 de diciembre de 2018

56.- Volar por encima de todo, sea lo que sea.

"Volar, sí, ¡volar! como vuela el mundo.
Pero, si me caigo, no caer encima de los otros"
[Juan Ramón Jiménez, Ideolojía (1897‑1957), Barcelona, 1990].









Imágenes de Friedrich Seidenstücker (Berlín, 1882-1966) / Ver más I / Ver más II