31 de agosto de 2017

24.- Reseña / Antonio Muñoz Palomares (3)

Nadie sabe la razón del que huye, Antonio Muñoz Palomares
(La Manzana Poética, números 45-46, abril-agosto 2017)


    A lo largo de la historia, el hombre ha manifestado muchas formas de querer escapar de la realidad en busca de otro mundo o de otra situación mejor; no importa que ese intento esté condenado al fracaso o no; lo realmente importante es la voluntad de huir, de escapar de la insatisfacción que puede suponer estar anclado en una existencia que no gusta; una tendencia fugitiva, en el fondo, de uno mismo, una huida de la frustración, del miedo, de la inseguridad, de la angustia del existir, que Sartre consideraba inútil puesto que no se huye de un peligro si antes no se tiene conciencia de esa peligrosidad, porque huir de la angustia no es más que un modo de tomar conciencia de esa angustia.
    Esto es, entre otros muchos aspectos, lo que encontramos en el último libro de Rosales (Si quisieras podrías levantarte y volar, Bartleby Editores, 2017): la fuga de un hombre sin nombre (¿sin pasado? ¿sin historia?) que escapa de su casa un día caluroso de agosto, un día vacío, en una ciudad sin apenas gente; nadie repara en él, nadie lo persigue; pero el individuo sale a la calle queriendo huir, se siente tan ligero que podría levantarse y volar, pero no lo hace, no lo quiere hacer, no hay sitio al que ir; el cansancio, la soledad y la apatía se lo impiden, aunque inicia un viaje errático, sin dirección, sin hablar con nadie (no abre la puerta, no atiende el teléfono) porque no quiere que “vean esta catástrofe” en la que se ha convertido. Necesita alejarse del mundo porque si se queda seguiría “tan cansado…tan ligero… tan solo”. “Estar cansado tiene plumas”, escribió Cernuda en un poema (“Estoy cansado”) para expresar la postración de ánimo, el cansancio vital, verso que inspira no sólo el primer poema del libro de Rosales, sino, incluso, diría yo, todo el libro.
    Una gasolinera (donde toma una chocolatina y un periódico), una estación de trenes sin uso (donde ha aparcado mal su coche y la policía lo ha decomisado), un bar, un consultorio médico, el depósito de la grúa… son paradas efímeras en ese huir sin huir. Se siente indolente, apático, confuso, falto de energía. Su cansancio y ligereza de ánimo le podrían hacer escapar, volar, pero no lo hace; un sentimiento vacuo de un regreso que nunca se produce porque nunca se ha ido: “miras lo que no eres: / el que se va y no vuelve, / el que regresa sin haberse ido”; “no puedes regresar si nunca te marchaste”. Es un inadaptado en constante búsqueda, en huida permanente; nada busca, pero, sin buscar nada, no puede abandonar esa búsqueda (“sabiendo que no puedes / abandonar la búsqueda, / procuras alejarte, / y te alejas, te alejas”), como si al alejarse ahuyentara su propia miseria; su huida se ha convertido en un deambular perezoso en una tarde de pleno verano, sin un sentido preciso. Es sintomática su bajada a los servicios de un bar en penumbra (una especie de inframundo moral, un sótano símbolo de un mundo en ruinas, descuidado, un descenso al infierno sin expectativas de paraíso) por unas escaleras que crujen como si estuvieran a punto de desplomarse. De nuevo en la calle no sabe dónde ir, no puede volver a ningún sitio ni siquiera a su casa porque se ha dejado las llaves en el coche que se ha llevado la grúa; entra en un ambulatorio para matar el tiempo y allí mira a los demás que son como él mismo, gente en espera de algo que calme su ansiedad; allí sólo contempla desconcierto, derrota, ruina, fracaso, confusión, representados en el cuadro La torre de Babel, de Brueghel, colgado de una de las paredes, metáfora de lo inacabado, de lo que está en constante construcción, emblema de la elaboración de un sueño que llevó a medirse con la misma idea de Dios como arquitecto supremo del universo, una construcción fallida pero al mismo tiempo poderosa y sublime. Ese cuadro lleva al sujeto a pensar en otro del mismo autor que también representa la muerte de un sueño, simbolizado esta vez en la caída de Ícaro (¡Qué referencia más oportuna! Nuestro protagonista es un Ícaro caído sin ni siquiera haber intentado levantar el vuelo. Auden y Carlos Williams, entre otros, escribieron sendos poemas sobre este cuadro de Brueghel). Otra vez fuera contempla un escaparate de muebles de oficina, vacía, sin gente, recuerdo de algo que fue; se funde en sus pensamientos infantiles y luego se dirige al depósito de la grúa, lugar de abandono, de pérdida. Tras un diálogo inútil con el encargado roba su propio coche y sale sin destino (“no sabes dónde ir, / quisieras disolverte, no estar, no ser”) y, mientras conduce, una emisora local habla de él como si fuera un forajido, un peligro, una amenaza para los demás porque ha robado su propio coche; lo llaman desertor, prófugo… Se introduce en el monte por un camino vecinal; aparca el vehículo y sigue caminando y piensa y da vueltas y más vueltas; “el tiempo se acabó, se acabaron los plazos”; si quisiera, podría levantarse y volar. Días más tarde, la policía encuentra el coche abandonado en medio del monte, con un faro roto y el parachoques abollado, y al individuo, huido, como evaporado del mundo: “nadie sabe la razón del que huye…” Alguien lee la noticia de su fuga en el mismo bar donde estuvo el huido. El empleado de la gasolinera lo recuerda como un hombre “desnutrido”, “raro”, que pesaba tan poco que el viento se lo podría haber llevado y estar volando por el cielo. Así lo recuerda o tal vez así lo imaginó.
    Es una constante en la poesía de Rosales la oposición conflictiva entre alteridad y estatismo, un pulso entre la huida y la ausencia de cambio. El ambiente del poemario es de cierta pesadez y gravedad; hasta la conciencia del sujeto poético lucha por salir de esa pesantez, de ese cansancio que lo invade, el cansancio de la soledad y del hastío, del aburrimiento, de la monotonía, de la inanidad del existir, de la desolación, del tiempo fugaz que deja su huella en el deterioro de las cosas, de la incertidumbre del porvenir. Es la huida perpetua, el “ir y quedarse y con quedar partirse”, que escribiera de forma tan tremenda Lope de Vega. No estamos ante un sujeto que, insatisfecho de su vida, salga en busca de aventuras, para convertirse en algo que aún no es, en querer ser lo que no se es. Esta es la actitud del héroe; pero el protagonista del libro está lejos de serlo (“sigues corriendo, pareces un villano, / malhechor, maleante, / nunca serás un héroe, / eres sólo un fantasma”), aunque hay algo en él que lo aproxima. Decía Ortega que ser libre quiere decir carecer de una identidad constitutiva, poder ser otro del que se era y no instalarse para siempre en un ser ya determinado, que lo único que hay de fijo y estable en un ser libre es precisamente la inestabilidad.
    Con este nuevo poemario, el autor instaura un nuevo ciclo poético, no tanto en sus contenidos cuanto en su forma; ahora el poema es claramente narrativo, más largo. En realidad, podríamos decir que el libro es un único poema, un poema extenso con veinticinco episodios poéticos bien tramados e historiados y con un protagonista, un sujeto ya conocido que surca toda la poesía de Rosales, el del inadaptado, el fugitivo, (“Sólo cuando te alejes tu orilla será tuya: / te quedarás sin nada si no te vas de aquí”, había escrito el poeta en su libro anterior), aunque, tal vez, ahora se nos hace más presencial, más corpóreo. El empleo de la segunda persona (tal vez el débito sea a Cernuda, entre otros, que tan persistentemente lo usó, sobre todo en su última etapa, como técnica de desdoblamiento), en un juego de voces con la primera y tercera, no sólo se convierte en un recurso retórico sino que es también una consecuencia de ese deseo reconocido por el autor de esconder al máximo el yo, una necesidad íntima que trae consigo también un efecto estético, nacido del distanciamiento. Y por el libro van apareciendo ecos de otros poetas (además de Cernuda, Vallejo, M. Hernández, Otero, Félix Grande…) y de otros registros culturales, algún episodio bíblico, recuerdos de canciones o escenas de cine.
    La métrica, por otro lado, se ha liberado del peso de la cantidad para fluir más ligera, aunque no arbitraria y libertina; el poema se ha quitado el yugo del encorsetamiento métrico de libros anteriores y fluye el verso libre de pie variable en una disposición visual flexible y diversa. Lo que no ha cambiado es su concepción de lo que debe ser el poema. Fiel a sí mismo, Rosales continúa con ese tipo de “poesía meditativa” (la expresión es de Unamuno) y reflexiva, una constante desde su inicio creador; así como el empeño tenaz por dotar la palabra poética de esa precisión necesaria para nombrar las cosas concretas, la fuerza que proyecta en el habla coloquial y la capacidad para elevar a trascendente lo simple y cotidiano. Libros así son muy bien venidos al panorama de la poesía para complacencia y goce del lector.